KADISH O SINÉCDOQUE, por Pablo Ingberg

Leo o releo papeles que escribió Néstor para la psicoanalista, tiempos en que un grupo de próximos soñábamos con que así podría acaso abrirse una vía de retorno a la escritura como único posible consuelo, o al menos a una mínima ilusión de sentido. Encuentro más bien allí su gran o única o gran única cuestión de siempre: la presencia sin solución de continuidad del sinsentido de una vida marcada por el final cierto y después nada. Es hipnótico: no puedo sino sentirme poseído por ese demonio que también es mío desde la apenas niñez, pero –por fortuna para sobrellevar el cuerpo con algún entusiasmo (poseído por el dios)– en mi caso con solución de continuidad. Se me compaginó entonces aproximadamente el recuerdo de una profecía suya muy pesada, contundente como una roca lanzada desde la cima, tanto que nunca se borró en mí el peso de ese impacto sin paracaídas aunque se me borrase la precisión de los detalles: luego de alguna de nuestras charlas alcohólicas (ginebra y cerveza él, yo una de las dos) en el bar de Diagonal Norte (con Jean-Jacques Bajarlía, Liliana Heer, Carlos Riccardo, Luis Thonis a veces), la seguimos por la calle (veo todavía noche, vereda a la intemperie, los dos frente a frente de pie); a su consabida aunque no por eso más sobrellevable cuestión del sinsentido, pero ávido superlativísimamente de algún sentido que ocupara el lugar del después nada, un algo edificado sobre esa roca etérea, le respondí, si se quiere, más agnóstico que él, sin siquiera la fantasía de esa esperanza, y por lo tanto, en el fondo (abismo), más desesperado (sin esperanzas por allí), que en efecto después nada, pero vivimos, en un sentido adicional al biológico de los organismos, gracias a algunas ilusiones en las que conseguimos creer (viven como si fueran inmortales, dice más o menos Néstor en esos papeles) y nos hacen construir en el aire, con provisoria amnesia del abismo sin fondo. Mis palabras fueron más exaltadas de alcohol y contundencia, no las recuerdo con precisión, pero sí recordé hoy al despertar, leyendo esos papeles, su contenido similar al que acabo de exponer, exponerme. Con su respuesta, su pesadísima piedra de molino demoledor o machacante atada a los pies del suicidado en el abismo del agua (un devolverse a la placenta sin recomienzo), me pasa lo mismo, no recuerdo las palabras exactas, pero sí la idea como balazo de cañón: ah, pobre de vos, qué difícil va a ser tu vida. Y la verdad que en buena medida es cierto, siempre lo fue. Pero no tanto, casi infinitamente menos que la de él, diría, aunque en la hipnosis lo roce cuando aflora el abismo en carne viva. Hay algunas amarras que me sujetan, nunca con completa solidez pero al menos con soga que sostiene en vez de ahorcar, a la superficie donde se mueven las aguas cotidianas y remamos. Él pone (se lo oí, lo leo) términos extremos, hipnóticos, a ideas que ya habitaban en mí, como que la procreación es un acto de irresponsabilidad (en sus términos extremos: “una de las acciones de mayor irresponsabilidad e inconciencia que el hombre tiene a su alcance” –y sin embargo él procreó–). Nosotros, los que lo frecuentamos en sus últimos quince años de pese a todo vida, sabíamos –por sus propias escuetas palabras que afloraban de tanto en tanto, si tal vez lo interrogábamos, cada vez menos en el progresivo declive amarrado con soga de psicofármacos recetados anestésicamente para la cirugía a pecho abierto del vivir– que la idea de la muerte y después nada lo asolaba desde siempre (desde la muerte del padre siendo él adolescente, me resuena), constante, irremediable, impsicofármacamente. Aquellas ilusiones, por así llamarlas, que le menté aquella noche de la profecía son el psicofármaco tal vez de muchos bípedos humanos como yo (de otros el dios dólar, diría Néstor en Manhattan, o lo irresponsable hijos), pero un psicofármaco bastante más amigo de la vida, porque achata de abajo (suspende unos andamios sobre el abismo) pero no de arriba, permite el vuelo o revuelo de esos entusiasmos ilusorios aunque vivibles como si: billete falso con el que compramos un churrasco placentero al paladar y nutriente de la sangre irrigadora de los órganos, música para pasar nuestro breve rato largo por momentos no tan mal. A intervalos el abismo visita, claro. Mi primera noticia recordada del impacto de la muerte fue a los cinco años: la radio anuncia la caída de un avión con resultado de equis muertos, la angustia de esa noche me tira literalmente al piso en llanto, de donde me consuela y alza mi madre (cuatro años después muerta junto a su marido y padre mío). Hace unos pocos días escucho en la radio algo que sé, he oído, leído, me desasosiega, me desconsuela casi tanto como la imagen de mi calavera repleta de gusanos que disfrutan de su raviol de sesos: la Tierra, el sistema solar desaparecerán, no quedará siquiera memoria de que alguna vez existimos, no sólo nosotros sino la entera especie humana, su lenguaje, su literatura (la prosa prodigiosa de Néstor). Pero digiero el trago, más que amargo, ácido de ácido sulfúrico que muerde y roe y funde el hígado, gracias a alguna ilusión traducida en acción concreta, como la de sentarme a traducir Shakespeare o a escribir esto, aquello. Néstor sin duda tuvo de esas ilusiones, con ellas escribió cuatro novelas extraordinarias, rioplatenses de otro planeta. Desde poco después de conocerlo, de hacerme cierta configuración de su karma (él no desdeñaba esa palabra, intentó estudiar sánscrito), ya me lo hago una especie de Rimbaud estrepitosamente empeorado de la vida: sabe que, en materia de escritura, ya ha dicho todo lo que tenía para decir, que sólo podría repetirse, o sea empeorar, y le resulta intolerable la sola idea de plebeyizar así su aristocracia del alma, de condescender así al churrasco cotidiano; abandona, pues, ese camino de horror, un tren fantasma sin –para él– ilusión posible de sonrisas para pasar el largo rato (el mientras tanto, lo llama él), pero no encuentra un África de tráfico de armas y sexo con sífilis o equivalente que le arregle la muerte sin necesidad de que él intervenga por propia mano; encuentra, en cambio, la peor de las ilusiones, la de creer en que, destruyendo concienzudamente con absoluta determinación todo viso de lo que los mortales humanos viven ilusoriamente como vida con algún sentido por momentos placentero (dolor, por supuesto, incluido y sin sensación desoladora de irremisible gratuidad), en fin, que por esa vía dolorosa (pero sin ilusión de cielo junto al Padre) podría encontrar más vida en esta vida, no en el sentido simbolista desleído (ni leído) de pasar un poco mejor el poco rato que nos es dado, sino en el sentido literal de mayor cantidad de años. Es difícil imaginar qué imaginaría hacer él con esos años de gracia en caso de obtener sus anhelados trescientos con renovación del cuerpo. ¿Años de desgracia? Yo creo, estoy casi seguro, estoy seguro de que se lo dije en aquellas nuestras primeras épocas, cuando él todavía hablaba a veces, etílicamente, de tales cosas sin llamarlas su enfermedad: ¿qué harías con todo ese tiempo adicional? Dando a entender, o pensando yo al menos, que si tan invivible había sido su vida (salvo, quiero imaginar, en momentos de ilusión como los que procrearon tan magnas novelas y en algún otro: “chispas” de beneplácito, los llama en uno de esos escritos a su analista), ¿qué mejor esperaba obtener en tan largo tiempo suplementario, que yo me figuraba como la horrorífica extensión del mismo desierto casi interminable, siempre con la gusánica y escarbante y escabrosa presencia de la certeza del final (y después nada)? Encuentro en uno de esos escritos cierta corroboración de mi Néstor Rimbaud: “Así la idea de retomar la escritura se vuelve prácticamente imposible, sobre todo si se tiene en cuenta la sensación global de haber dicho ya todo. Sólo podría escribir (y sería reiteración) sobre el aciago destino del bípedo humano obligado a vivir una vida tan breve y, al mismo tiempo, a darse cuenta del nunca pero nunca más”. Su hipnosis mortífera (cargada de muerte). El peso de su profecía en una mochila lo bastante toneládica por sí sola, sin necesidad de que se le sumaran regalos de un Papá Noel zambullido por la chimenea del abismo. Supongo que los amigos de –luego de un lapso de espaciados encuentros los dos solos en confines exsiberianos– mi segunda y más larga era colectiva con él (Hugo Savino primero –unión de percherones para tirar del carro un poquito menos pesadamente–, y casi enseguida Roberto Raschella y –creería que por esa misma cuestión del carro de Sísifo, siempre cada vez desde lo más abajo de todo por más esfuerzos que uno hubiera aplicado a remontarlo– Mariano Fiszman), que los amigos de esa segunda época, digo, conjeturábamos suficientemente en Néstor el desasosiego continuo de esa nada del después nada hecho ahora, nada es siempre ahora. (Esas junturas espeluznantes tenían curiosamente de escenario un bar de Chacarita, a metros de donde ahora sus restos o sobras corporales del breve almuerzo de la vida se deshacen en la nada del después.) Pero aquella conjetura (chacarítica y aledaña) del desasosiego nestoriano (después de tanto tirar de un carro –o ilusión de que lo hacíamos– que siempre retornaba al mismo lugar desesperante) encallecía por la frustración inerme (y la necesidad de tirar del propio carro, sin lo cual no se puede tirar de ningún otro). De allí que el poco alivio mediante el callo, en sí otro dolor (como el que hablo o me habla aquí), y el igualmente escaso de la distracción con las anteojeras de lo propio, den peso nuevo o renovado al final de ese escrito que leo o releo, algo que acaso, por su dignísimo pudor aristocrático del alma (la nobleza que no precisa exhibirse), él sólo podría haber dicho tan abrumadoramente por escrito y a su analista, es decir en una suma privacidad confidencial y en cierto modo obligada: “Desde que abro los ojos, ‘vivencio’ la muerte y no consigo, para el resto del día, agarrarme de algo. Es una angustia opaca, carente de nervios, una especie de pasividad al límite del llanto. Tengo que dejar de inmediato la cama y recurrir al comprimido que uso todos los días, así se reinstala la obsesiva asociación luctuosa, sin nada ni nadie que pueda llegar a mitigarla”. Comprimido, qué palabra. Recurrir al comprimido. La vida breve. La símil vida. Después nada. Y más nada todavía (si fuera posible) cuando el sistema solar desaparezca. Pero hay, ilusión mediante, un algo en esto mientras tanto, un mientras tanto en que él pervive cuando ya desvive su nada.


Nota bene: Había algo tan poderoso, o quedó en mí tan, en la confluencia o amalgama, o mejor aleación íntima de metales nobles, preciosísimos, entre la experiencia (léase con énfasis) de tratar a Néstor, en mi caso ese Néstor del último y no breve período argentino, progresivamente un condeduque del espíritu que, caído al lodo, se las arregla para no ensuciarse los zapatos, gastados e impolutos, y la experiencia estremecedora de leer sus novelas y relatos, algo tan poderoso que no sabría decirlo, ni para empezar decírmelo a mí mismo (sin posible acabar de decirlo abarcándolo todo como en un abrazo), de otro modo que por pequeñas sinécdoques. Aunque todo es sinécdoque y apacentarse de viento (Eclesiastés, cabecera de Néstor).
fines de 2006


Pablo Ingberg

www.pabloingberg.com.ar

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